Sé que el porteño ha perdido el hábito del paseo; dicho pecado puede ser consecuencia de alguna costumbre social: el porteño está desmedidamente ocupado todas las horas, inclusive en el aburrimiento y en la pereza. El trabajo, los cursos de espiritualismo, la terapia y el gimnasio apenas le permite unas horas para dormir y comenzar el trabajo el día siguiente. Es común entonces que desconozca gran parte de esta ciudad, porque solo puede contemplarla desde la ventanilla de un ómnibus o desde la desfiguración que brinda la vista de un tren. Hay calles cuya existencia es desconocida para el mejor taxista y para el peor vecino. Hay pasajes cuyo trazado, en el mapa de cualquier guía portátil, no consta. Este es el caso del pasaje llamado Huéspedes. Para el curioso paseante –para quien a perdido felizmente la cordura y se ha entregado a la embriaguez de la reflexión- diré que se encuentra en las catacumbas del barrio de Palermo, pero no contribuiré con más datos. Creo, ahora, que su mayor virtud es su posible hallazgo. Con respecto a su nombre, descreo de cualquier vieja etimología, y sospecho que se trata de una broma o sandez de sus habitantes que mas tarde describiré.
El pasaje, más angosto que los pasajes comunes, es de empedrado antiguo, iluminado levemente por su propia humedad. Después es toda penumbra, tanto la vereda como las paredes; las otras calles del barrio se asomaban ligeramente en trozos de luz pálida. No hay una sola casa en toda la cuadra; consiste en fábricas lúgubres y tapias desquebrajadas. Yo lo conocí en junio; el férreo invierno, y el humor del cielo pudieron corromper mi memoria, y recordar su frontispicio más gris y desconsolado. No obstante, quien penetra en la calle, no podrá evitar sentir la sorpresa del dolor.
Esa aura siniestra es acaso lo que me atrajo a su interior. Caminé unos metros hasta que divisé a un ser que se apoyaba sugestivamente sobre un poste de luz. Era una gruesa mujer, cuyo rostro espantoso y hospitalario a la vez, estaba pintado pomposamente del maquillaje más barato; un cigarro largo humeaba en sus dedos temblorosos. Detrás de su inmensa presencia había un hombre, tan lánguido y bajo que las sombras no lo descubrían del todo. Estaba trajeado, y en una manos sostenía un viejo y sucio sombrero, y en la otra, un papel arrugado. Me miraron con la socarronería de un cazador frente a su presa, pero yo no tenía temor. Sentía, más bien, la inmortalidad de un sueño, y eso me hacía invulnerable. Me acerqué decidido.
-Joven, ¿quieres contratar mis servicios?- dijo la mujer.
-¿Qué servicio ofrece?
-Amor, por sobre todas las cosas. Es quizás la mercancía más preciada sobre la tierra, pero no gano mucho dinero. O la gente ya posee en abundancia o no lo quiere, ¿verdad?- finalizó con una risa pavorosa.
-Creo pertenecer al primer grupo, pero le agradezco el ofrecimiento.
-Sí, ya me parecía. Pero sepa que el amor nunca es suficiente, y no existe un tope para su medición. Deleitarse de su abundancia es acto de los necios.
-La entiendo, señorita. Pero créame que me encuentro bien con eso.
-Feliz joven, entonces. Ha rechazado amor, otra acción no menos necia. Es que aquí nos cuesta creer en la posesión de cualquier cosa, hasta la del amor. Pero no falta el cliente incansable, que se arrastra hasta este pasaje para recibir más de lo que merece. Esos hombres no quieren morir, aunque están muertos hace mucho tiempo.
La mujer tenía una voz quebrada por el cigarrillo. El hombre flaco la escuchaba con atención y asentía con acuerdo.
“Espero no crea que subestimo sus sentimientos. Por sus ojos, juzgo que son nobles y sinceros. La sinceridad, en un paseante joven como usted, es peligrosa, porque toda cosa que salga por su propia boca lo creerá con más fervor. Pero no dudo de su espíritu. Es extraña entonces su visita. Solo el dolor atrae a los hombres a este pozo oscuro.
El hombre bajo, que hasta ese momento estaba entregado a la sumisión, se acercó a mí con el papel arrugado.
-Tome, se lo obsequio- dijo con voz trémula. –Es un poema sobre un recuerdo, quizás le interese.
Lo tomé, le agradecí, y lo leí vagamente por cortesía.
-No está firmado- dije acercándole el papel. Pero el hombre se echó para atrás como si tuviera aversión del regalo ya cedido.
-Acéptelo así. No puedo firmarlo. En realidad no tengo nombre. No sé si lo he olvidado, pero sospecho que nunca lo tuve.
-¿No posee un nombre? Es importante tenerlo.
-Sí, eso dicen. Pero yo no lo siento así. He pasado tiempos en que pensé en crearme uno, pero pronto me aburría y pensaba en otra cosa. Quizás no estoy hecho para llevar un nombre. Algunos piensan que es otra forma de no existir, pero yo existo. Estoy seguro de ello. Sé, por ejemplo, que soy un escritor. Se han publicado muchos de mis poemas sin nombre.
-Entonces me quedaré con este poema. Se lo agradezco.
El ser sin nombre se apresuró a meter sus dos manos en los bolsillos y sacó de ellos más papeles arrugados.
-Tome, llévese más- dijo acercándolos como si estuvieran en una bandeja. –Lleve todos estos, y si puede, regálelos a sus conocidos.
Los tomé con dificultad, y cuando vi que se proponía a sacar más papeles del interior de su sombrero comencé a alejarme con prisa. El hombre me miró extrañado pero no me persiguió; mientras, la mujer reía y largaba bocanadas de humo.
Seguí hacia las entrañas del pasaje; en la incursión advertí que aquel segmento de barrio contenía sus propias estrellas y crepúsculo. Una estrella alumbraba el rostro pálido y surcado de un hombre, que estaba acurrucado en la entrada de una fábrica muerta. Vestía harapos, y a sus pies había una caja de zapatillas con algunas monedas y billetes dentro. Saqué unas monedas del bolsillo y me acerqué a él. Cuando estuve lo suficientemente cerca, el hombre tomó la caja y la cubrió con sus brazos.
-¿Qué hace?
-Nada, disculpe… Iba a dejarle…, nada.
-No quiero su dinero- dijo con firmeza. –Yo ya tengo aquí.
-Sí, lo sé… es que…
El hombre se levantó de pronto y miró en el interior de la caja con detenimiento. Tomó un billete y lo examinó un instante.
-Tome- dijo apoyando el billete en mi pecho.
-¿Qué cosa?
-El dinero, tome…
-No, señor… de hecho, yo iba a dejarle…
-¿Usted iba a dejarme dinero a mí?- preguntó enojado. - ¿Se cree mejor que yo porque quiere darme dinero antes que yo a usted? Oh, no me dará nada si yo le doy antes. ¡Tome este billete!
-Pero yo no quiero…
-Yo que usted lo aceptaría- dijo otro viejo de barba nevada, recostado en la vereda del frente.
Tomé el dinero y el hombre de la caja se volvió a sentar satisfecho como si ya se hubiera olvidado de mí. Crucé el pasaje y me volví hacia el otro viejo que había hablado y que en sus ojos parecía poseer cierta cordura.
-¿Usted sabe por qué me dio el billete?
-Él es así, déjelo.
Miré otra vez a mis espaldas y todo seguía en su lugar. Un haz de luz iluminaba las presencias del poeta y de la mujer que no habían cambiado de postura. El hombre pobre tenía sus ojos detenidos en su caja.
-¿Y qué hace aquí, señor?- dijo el viejo de la barba como para llamar mi atención. -¿Se ha perdido?
-Supongo- dije sin convencimiento.
-No hay otra manera de entrar aquí que no sea por estar perdido. Espero que los huéspedes no lo haya inquietado, señor- dijo y largó una grotesca carcajada.
-No, no me inquietaron.
-Mejor así. Esas sombras, así como las ve, indiferentes al mundo, son en realidad muy importantes, señor.
-¿Sí?
-Claro, yo soy creyente, señor. Mi madre me enseñó la palabra de Dios- dijo y miró al cielo un instante, -todos respiramos aquí por una razón, ¿no lo cree así?
-No lo sé.
-Pues yo le digo que sí, señor. A estas personas les tocó ser los elegidos de Dios ¿sabe? El Señor baja cada tanto a juzgar nuestras acciones, pero su juicio lo establece en unos pocos mortales, y gracias a ellos nos salvamos- volvió a sonreír.
-¿Y son ellos?
-Eso pienso, señor, son pobres y dan desinteresadamente. Amor, arte, dinero… se despojan de todo… la ciudad los apartó hasta este pasaje perdido, pero pueden ser ellos, ¿no lo cree?
-Bueno, podrían serlo- dije confundido. –Pero no tenemos manera de saberlo ¿verdad?
-¿Manera de saberlo? Yo lo creo que es así, y eso debe bastarnos. No busque maneras de saber las cosas, señor. Yo le digo que es así, y usted debe creerme.
-¿Y a usted por qué la ciudad lo apartó hasta este pasaje? ¿Qué es lo que usted ha dado desinteresadamente? ¿Será posible que fuera la Verdad?
El hombre me miró con los ojos bien abiertos como si hubiera descubierto algo asombroso. Después volvió a mirar el cielo y dijo casi para si mismo:
-La Verdad…
Cerró los ojos y su cabeza se apoyó lentamente sobre la vereda. Vi que desde el otro lado del pasaje, el hombre de la caja, el poeta y la mujer murmuraban entre ellos mientras me observaban. Pensé que mi presencia ya no era del todo bienvenida, y me alejé sin mirarlos.
En los días posteriores, no dejé de pensar en aquellos seres. Imaginé con vergonzosa tristeza que el último de ellos había muerto en el instante que dejó de hablar conmigo, y yo había huido pavorosamente. Solo espero que alguien más se adentre en el pasaje para comprobar lo que sospecho.
Por Nacho Alonso