miércoles, 23 de mayo de 2012

EL AQUELARRE


        Mi padre me refirió la historia de Gertrudis Belmonte, nuestra vecina. Me confesó que, si no la había historiado antes, fue para no cometer una negligencia moral. Ahora que ya no estoy en esa casa, ni en ese barrio de pasmosos recuerdos, aquellos cuidados no parecen importar.
    Yo la evoco con un rostro abultadamente fastidioso, con la boca torcida y ojos pequeños detrás de unos gruesos anteojos. Descansaba sobre una ventana que daba a la vereda rosada. Desde ese lugar se abandonaba a su extravío de desprecio; fustigada acaso por nuestros gritos infantiles y por los azarosos golpes de la pelota, la mujer nos ahuyentaba con fervor. Nosotros la imaginábamos una mujer triste y resignada a la soledad, pero estábamos equivocados. Un ejército de gatos se detenían frente a la fachada de su casa, y allí se quedaban para recibir platos de leche, o para el descanso ocioso. En nuestra calle era populosa la presencia de los animales; los encontrábamos bajo los automóviles o recostados en las tapias. A veces, con mis amigos, nos permitíamos ser crueles con ellos; y éramos justicieros y cobardes a la vez. La señora Belmonte deploraba nuestros aspectos juveniles y rebeldía  desbordada y defendía a esos gatos como si fueran hijos propios. No faltaron en la cuadra dispersas trifulcas vecinales, pero la anciana nunca salía de su casa, y se limitaba a arrojarnos injurias desde su ventana.
    Cierta noche mi padre salió a la calle, y encontró a la anciana parada en el medio de su vereda rosada, rodeada de todos los gatos ansiosos. Maullaban sostenidamente, y mi padre imaginó que era el horario de la comida para los animales. Pero la anciana había salido a la vereda para llamarlos. Con un papel arrugado en sus manos temblorosas la señora Belmonte iba dictando nombres, y los gatos entraban en su casa  prolijamente, en la medida de escuchar los suyos, frente a la absorta mirada de mi padre. Cuando nombró al último, el gato que quedaba en la vereda entró, y ella volvió su mirada a mi padre, con aire de desprecio.
    Mi padre me confió que estaba suspendido por el estupor, pero no se privó de indagar el suceso. Caminó cautelosamente hasta la ventana de Belmonte, y miró por las rendijas de la persiana blanca. Vio una reunión numerosa de mujeres mayores, sentadas en círculo y comiendo de pomposas bandejas de canapés y copas de vino.  Hablaban, se reían y discutían ruidosamente. Vio a Gertrudis Belmonte sonriendo y conversando con ademán familiar.

Por: Nacho Alonso

domingo, 6 de mayo de 2012

Crónica de una posesión

Continuo trabajando. Así comienza el capítulo 4:


            -Todo comenzó con una suave voz. Sencillamente, en verdad. Como una radio descompuesta que se enciende de golpe. En un momento no escuchas nada y al siguiente, chtk!, el mundo se ha encendido.
Ocurrió de noche, naturalmente. Recuerdo que tenía ocho años, recién cumplidos. Había tenido una pesadilla y me desperté sobre saltado. Mire en las sombras de mi habitación, como buscando algo, aun sin saber bien que. Entonces me concentre. Había algo que… latía en las sombras de la pared. Aun hoy, muchos años después, me resulta describirlo con palabras. Simplemente mire, como nunca antes había mirado y mis ojos vieron, como nunca jamás lo habían hecho.
Eran… centenares de caras sin rostros. Ojos sin pupilas, bocas sin labios ni dientes. Extremidades que no eran ni brazos, ni piernas. Están todos unos encima del otro. Flotaban como peces que nadaban en un rió infestado de vida. Solo que no necesitaba saber todo lo que aprendería después para saber que en este caso, era un mar infestado de muerte.
Me quede mirándolos fijamente, paralizado por el miedo. Pensando que no me había despertado y que esta, debía ser mi pesadilla. La imagen, sin embargo, era desagradable. Las… criaturas, segaban fluidos por la boca y al contacto con las paredes y el techo. Este mismo liquido, parecía ser el que les permitía deslizarse sigilosamente. La imagen, como se podrán imaginar, no era bonita. Quería despertar ya mismo, así que me pellizque el brazo con tal fuerza que no pude contener mi quejido. Dos cosas terribles pasaron entonces. La primera fue que las criaturas, todas, absolutamente todas, se percataron de que podía verlas. Fue como en esas películas de ciencia ficción donde simulan el detenimiento del tiempo y toda la gente de una calle atestada se detiene en seco, congelándose. Los centenares de criaturas detuvieron su nado cíclico y organizado al mismo tiempo. Los múltiples pares de ojos, aun sin pupilas ni iris, se clavaron en mí. Solo que ninguno de ellos estaba congelado. Todos están… respirando a través de las paredes. Mirándome fija y directamente. La segunda terrible cosa que ocurrió entonces, fue que me di cuenta de que estaba completamente despierto. Cientos de voces comenzaron a reclamarme en un idioma completamente incomprensible. Sin orden, sin piedad y sin descanso me llamaban una y otra vez. Tape mis oídos con fuerza intentando callarlas, pero no hubo caso. Era como si el sonido no entrara por mis oídos (después comprendí que efectivamente, no lo hacia). Las voces se unificaron en una misma pesada cortina de ruido blanco. Una mezcla entre el sonido de la estática y el rezo de los monjes tibetanos. Esto, lejos de alivianar la carga auditiva la hizo más pesada. Se convirtió en una masa que parecía aplastarme contra la cama. Cerré mis ojos. Sentía que la cabeza se me partía. Me retorcí en la cama, gire, di vueltas y patalee frenéticamente. Pero hiciera lo que hiciera, el dolor solo se intensificaba a medida que las voces me aplastaban. En un momento, haciendo un importante esfuerzo, abrí los ojos y pude ver como las sombras, unidas en una sola especie de serpiente o gusano, empujaban la pared frente a mi cama. Era como si lograran estirarla. Como si la misma fuera solo una fina goma que cedía ante la presión del rezo de las sombras. El gusano continuo acercándose hasta estar, ya, muy cerca de mi pálido rostro. Una inmensa boca sin dientes, pero igualmente aterradora, se abrió amenazante a centímetros de mis ojos. Estaba indefenso, entregado. ¿Que podía hacer un niño de ocho años ante una cosa semejante?

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Continua

martes, 1 de mayo de 2012

La Canción mas vieja del mundo

Un retazo de algo en lo que estoy trabajando, como para mantener viva la actividad por estos lugares...


1


La primera canción, naturalmente, hablaba sobre la luz y la oscuridad. El día y la noche. El bien y el mal. Contaba sobre el origen de las cosas. Solo el comienzo, por supuesto, pues era la primera de muchas canciones por venir. En ese tiempo, el hombre era capaz de escuchar a la canción. Era capaz de entenderla. De aprender de ella. De creer en lo que le contaba y tomar por bueno, aquello de lo que lo aconsejaba alejarse. Si, en aquel tiempo el hombre era más sabio.
Pero conforme fue pasando el tiempo, el hombre fue olvidando la canción. Fue aprendiendo a hacer oídos sordos a los consejos y a centrarse más en sus propios intereses. En escribir su propia historia. En contar en lugar de escuchar. Pero como cualquier escritor que se resiste a leer, la canción de los hombres nunca llego a ser canción. No se puede ignorar lo que ya estaba al principio del tiempo. Es el suelo en el que estamos parados, la columna sobre la que construimos aquello que hoy proclamamos como eternamente nuestro. Si, el hombre se había vuelto menos sabio. Más necio.
Irónicamente, como se suele decir, hay cierta bendición en la ignorancia; y junto con aquello que hubiera hecho bien en recordar, el hombre también perdió recuerdo de aquello que debía temer. Pero solo porque dejemos de temer a ciertos fantasmas, no significa que nos libremos de ellos, verdaderamente. Hay cosas antiguas, tan antiguas como la primera canción; que siempre nos acecharan.

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