viernes, 10 de junio de 2011

Bocanada

No se podría decir, realmente, que Ezequiel fuese una persona supersticiosa. Si, ocasionalmente se persignaba al pasar frente a una iglesia y alguna que otra vez evito pasar por debajo de una escalera en la calle. Pero nunca creyó en el destino, en la suerte ni mucho menos en las maldiciones.
Varios de sus allegados (porque no se podría decir que Ezequiel tuviera amigos, realmente) aseguraban que su esteticismo se debía a que nunca encontró el amor. Enamorarse era una tarea sumamente difícil para Ezequiel. Especialmente porque no creía en el amor. A decir verdad, no cree en la mayoría de las relaciones que se dan en sociedad.
Ezequiel tiene 38 años. Es empleado administrativo en una empresa que siempre oscila entre la quiebra y mantenerse a flote un mes más. Alto, con una gran espalda, pero demasiado torpe como para practicar cualquier deporte (como rápidamente comprobó en sus años jóvenes). Tiene ojos claros, de un color muy bonito, pero lleva lentes gruesos porque son demasiado sensibles y en la práctica son altamente propensos a la miopía aguda.  
Los días de Ezequiel se distribuyen de manera estricta entre su trabajo y su casa. Con ocasionales salidas a distintos antros donde disfruta de una cena y un cigarrillo de postre. Para ser justos con él, vale destacar que su condición de aislamiento humano auto infligido no le pesa. Es más, se podría decir que se sentía feliz consigo mismo. Con sus pequeños rituales y recorridos habituales.

Aquel Jueves, como era su costumbre, ceno en un restorán chino a una cuadra de su casa. Cuando le trajeron el vuelto, noto que con el ticket había una galleta de la fortuna.
Ezequiel nunca había visto una galleta de la fortuna (excepto en las películas) y la abrió presuroso. En el interior, efectivamente, había un diminuto rollo de papel con un mensaje escrito. Entonces leyó: “Despídete. Un cigarrillo va a matarte.” Inmediatamente abrió sus ojos y volvió a leer el mensaje. Ezequiel busco un error en la imprenta, pero era claro y directo. Su acto reflejo lo hizo estrujar el papel y levantarse de la mesa, rumbo a la salida.
Cuando llego a la calle, se detuvo en la puerta del local. Saco el paquete de cigarrillos del bolsillo de su saco y se dispuso a golpearlo suavemente, para bajar la nicotina de la punta. Miro el delgado y blanco arrollado de nicotina en sus manos y pensó en el mensaje de la fortuna. Ridículo concluyó. No fumo tanto como para tener un problema con esto. Uno de los empleados del local se le acercó y le ofreció fuego. Sin duda un gesto amable y desinteresado pero Ezequiel se sintió perseguido y le negó el favor dejando algo sorprendido al buen hombre.
Dio un par de pasos en dirección a la calle y se paró sobre el cordón de la vereda, esperando para cruzar. Aquel cigarrillo, continuaba mirándolo en silencio desde sus dedos. Llamándolo, invitándolo, casi burlándose de él.
Ezequiel sintió un enojo que lo llevo a sacar su encendedor del bolsillo y disponerse de a prenderlo. Su dedo se deslizo sobre la rustica rueda haciendo una pequeña chispa al contacto con la piedra. La diminuta ráfaga de luz lo hizo pensar y su mano se detuvo.
¿Y si no es el cigarrillo? Se preguntó. ¿Y si es el fuego? Como está la ciudad, nunca sabes si estas parado de un caño roto. Puede haber una fuga de gas. Vos no lo venís pensando, prendes un cigarrillo. O pasas con el cigarrillo y pum. Se terminó todo.
Parte de sí mismo quería descartar la idea. La parecía que era ir demasiado lejos, Pero su acto reflejo volvió a guardar el encendedor en el bolsillo.
Miro para ambos lados, y al ver que no había nadie cerca, aspiro profundamente el aire y el frio de la noche. No olía nada así que encendió el cigarrillo y espero. Nada paso.
Sonrió burlándose de sí mismo y miro al papel consumirse, convirtiéndose en cenizas y humeando a su alrededor. Entonces reflexiono una vez más ¿Y si no soy yo? ¿Y si es un tipo por la calle que se me pide un cigarrillo? Pero en realidad no quiere uno, lo que quiere es que yo pare y entonces me afana. O me mata y me afana. Si uno no fuma o no tiene puchos encima, automáticamente seguís de largo No paras. Ya sabes que no tenés... Ezequiel volvió a mirar a sus costados. Había varias personas circulando por la vereda. Uno de ellos era un joven de campera de cuero y gorro de lana. Lo miraba fijamente. Ezequiel se sintió intimidado pero trato de disimular. Instintivamente se llevó ambas manos a los bolsillos y pensó en cruzar. Al hacerlo, el cigarro se cayó de su mano y se recostó sobre la calle, justo delante de él.
Ezequiel lo miro fijamente. Reconoció enseguida que tenía toda la intención del mundo de levantarlo. Se sintió avergonzado, pero algo más fuerte que él, por dentro, lo impulso a agacharse para levantarlo. Todavía estando en cuclillas, Ezequiel le dio una pitada saboreando el humo que bajaba dentro suyo, llegando directo a sus pulmones. Ezequiel cerró los ojos y se concentró en aquella profunda bocanada… y por un instante perdió el equilibrio.
En el instante que su cara se estrelló contra el asfalto, sus gafas saltaron y se partieron en pedazos. Ezequiel se tomó la cara, dolorido, sorprendido. El joven de campera de cuero le grito y Ezequiel se volvió a verlo. Aunque estaba oscuro y no podía distinguirlo bien, veía claramente cómo se acercaba a él con prisa. Todavía mirándolo, gateo de espaldas,   intentando ponerse de pie y cruzar la calle en dirección opuesta. Cuando apoyo su rodilla en el piso, con la intención de ponerse de pie, lo vio. La luz del frente del auto estaba encima suyo y aunque llevo sus manos a la cara, para protegerse, fue inútil, el impacto lo embistió de lleno y lo lanzo varios metros hacia atrás.
La gente que estaba cerca, se acercó con prisa. La gente del restaurante, algunos peatones, incluso el joven de campera de cuero que quiso advertirle que venía un auto; se acercaron y comenzaron a pedir por una ambulancia. No hubo caso, sin embargo, al mismo tiempo que la última ceniza caía del cigarrillo que aun sostenía en su mano derecha, Ezequiel moría.