Mi padre me refirió la historia de
Gertrudis Belmonte, nuestra vecina. Me confesó que, si no la había historiado
antes, fue para no cometer una negligencia moral. Ahora que ya no estoy en esa
casa, ni en ese barrio de pasmosos recuerdos, aquellos cuidados no parecen
importar.
Yo la evoco con un rostro abultadamente
fastidioso, con la boca torcida y ojos pequeños detrás de unos gruesos
anteojos. Descansaba sobre una ventana que daba a la vereda rosada. Desde ese
lugar se abandonaba a su extravío de desprecio; fustigada acaso por nuestros
gritos infantiles y por los azarosos golpes de la pelota, la mujer nos
ahuyentaba con fervor. Nosotros la imaginábamos una mujer triste y resignada a
la soledad, pero estábamos equivocados. Un ejército de gatos se detenían frente
a la fachada de su casa, y allí se quedaban para recibir platos de leche, o
para el descanso ocioso. En nuestra calle era populosa la presencia de los
animales; los encontrábamos bajo los automóviles o recostados en las tapias. A
veces, con mis amigos, nos permitíamos ser crueles con ellos; y éramos
justicieros y cobardes a la vez. La señora Belmonte deploraba nuestros aspectos
juveniles y rebeldía desbordada y
defendía a esos gatos como si fueran hijos propios. No faltaron en la cuadra
dispersas trifulcas vecinales, pero la anciana nunca salía de su casa, y se
limitaba a arrojarnos injurias desde su ventana.
Cierta noche mi padre salió a la calle, y
encontró a la anciana parada en el medio de su vereda rosada, rodeada de todos
los gatos ansiosos. Maullaban sostenidamente, y mi padre imaginó que era el
horario de la comida para los animales. Pero la anciana había salido a la
vereda para llamarlos. Con un papel arrugado en sus manos temblorosas la señora
Belmonte iba dictando nombres, y los gatos entraban en su casa prolijamente, en la medida de escuchar los
suyos, frente a la absorta mirada de mi padre. Cuando nombró al último, el gato
que quedaba en la vereda entró, y ella volvió su mirada a mi padre, con aire de
desprecio.
Mi padre me confió que estaba suspendido
por el estupor, pero no se privó de indagar el suceso. Caminó cautelosamente
hasta la ventana de Belmonte, y miró por las rendijas de la persiana blanca.
Vio una reunión numerosa de mujeres mayores, sentadas en círculo y comiendo de
pomposas bandejas de canapés y copas de vino.
Hablaban, se reían y discutían ruidosamente. Vio a Gertrudis Belmonte
sonriendo y conversando con ademán familiar.
Por: Nacho Alonso
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