1.
El ruido electrónico de la alarma me despierta. La habitación esta completamente oscura. Iluminada únicamente por el reflejo rojo de los números que se prenden y se apagan en el reloj despertador. 02:20.
Me levanto y cumplo el ritual diario en silencio. Mi esposa duerme placidamente en la cama. No se ha percatado de que me he levantado. Últimamente pareciera que ninguno de los se percata de la presencia o ausencia del otro. Tenemos horarios opuestos y prácticamente no nos vemos. Lo más que hacemos es coincidir en la cama, pero siempre en horarios opuestos. Cuando ella se levanta yo duermo profundamente. Con la misma incapacidad física de persuadirme de su presencia, con la que ella me ignora en sueños ahora mismo. No soy un experto en temas de relaciones, pero me doy cuenta de que esto no es bueno para la pareja. Siento el vació que se ha formado entre los dos. Lo siento más mucho real que el agua con la que me lavo la cara todas las noches. Ella también esta preocupada por nosotros. No me lo ha dicho, claro. ¿En que momento podría? Pero lo se. Soy su marido y lo se. Varias noches, cuando me levanto, encuentro múltiples cadáveres de pañuelos de papel en el piso, de su lado de la cama. Esta triste y no sabe como decírmelo. No puede. Ya casi no nos vemos nunca.
Cuando los números del reloj marcan las 02:45, estoy listo para salir. Nunca tarde demasiado para prepararme antes de ir a trabajar. Es lo mas cerca que jamás estaré de un soldado. Levantarme, vestirme y arreglarme con prisa. Me tomo un momento más, antes de salir para verla dormir, placida pero tristemente. Me digo a mi mismo “Mañana la voy a esperar despierto. Tenemos que hablar. La extraño tanto…”. Suspiro profundamente y me marcho.
03:30 llego a mi trabajo. El guardia de seguridad del edificio ni siquiera me mira entrar. Me gusta saludarlo solo para confirmar que hoy no piensa hacer excepción alguna y contestarme. En una oportunidad, recuerdo, me contesto con un leve gruñido. Una mezcla de ronquido y molestia. Fue lo mas cerca que hemos estado jamás de tener una conversación. Ni siquiera en aquella oportunidad me dedico una mirada. Estoy seguro que si alguna vez le preguntara por mi, no sabría cual es mi cara. No es que sea algo que me quite el sueño particularmente. No pretendo que seamos amigos ni mucho menos, pero seria agradable tener una conversación con alguien. Más no sea, una de tres palabras.
-Buenas noches.
No hay respuesta. Hoy no será la excepción.
El edificio donde trabajo es muy moderno y elegante. Tiene 20 pisos, todas con oficinas. Yo trabajo en el piso sexto. Pero mi empresa también posee el piso 13 del edificio. Una vez sola estuve allí. Cuando me contrataron. Pero luego siempre voy al piso 6. Ida y vuelta. Por lo que se, arriba es donde se realizan los trabajos administrativos de liquidaciones de sueldo y otras burocracias. Nunca me he cruzado con nadie que me lo confirme, pero aparentemente es donde están los jefes.
-Esperemos que no tengas que volver a este piso –Me dijo el señor Camacho, cuando me contrato. Era un viejo que no debía tener menos de 120 años. No oía demasiado bien y tenia unos lentes que daban la impresión de que tampoco podía distinguir con claridad si hablaba contigo o con una pared, si no le respondías.
-¿Por que lo dice? –Quise saber.
-Esta es una empresa que se maneja en base a la confianza de que sus empleados hagan su trabajo. Si lo hacen. No hay necesidad de molestarlos. Cada cual sabe lo que tiene que hacer.
La verdad sea dicha, no me terminaba de hacer una idea de a lo que el viejo se refería. Entonces me dijo una frase que nunca olvide:
-Sabrás que haces bien tu trabajo cuando sientas que se olvidaron de ti.
No estaba de acuerdo con el concepto negativo y pesimista del viejo, desde luego, pero no me pareció correcto, tampoco, discutirle. Al fin y al cabo, acababa de darme trabajo. Hacia meses que estaba buscando algo para poder llevar plata a casa. Algo que no me demandara demasiado desgaste mental. De manera que pudiera usar toda esa energía y creatividad en terminar mi primera novela. Tal era mi convencimiento y conformismo, que no me importo demasiado cuando el viejo me dijo que trabajaría durante la noche. Haciendo la guardia telefónica.
Recuerdo que con Abril, mi mujer, tuvimos una discusión a raíz de ello.
-¿Y cuando se supone que te vea? –me reprocho con razón.
-Es temporal cielo –respondí yo. –en unos mese, dos como mucho, cuando termine el primer tercio de la novela y me den el adelanto; renuncio y listo.
-¿y si tardas mas, mientras tanto, vas a poder mantener este ritmo? ¿A contra mano del mundo, al revés de mí, y los chicos?
-Es un trabajo sencillo. Prácticamente no hay llamadas que atender. El señor Camacho me dijo, incluso, que es una buena señal si empiezo a sentir que se olvidaron de mí.
-A mi me suena muy triste eso. –Dijo y siguió lavando los platos. Enojada conmigo.
Tristemente, es una de las últimas conversaciones que tuvimos, según recuerdo. El mes que necesitaba para avanzar en mi novela se convirtió en dos. Luego en tres. Y luego en cuatro. Entonces decidí que lo más sano seria dejar de contarlos.
Llamo al ascensor y espero. Piso 13. Bajando. Durante las noches, debido al poco transito de personas en el edificio, desactivan dos de los ascensores (de hecho, jamás me he cruzado con nadie por esas horas). Habitualmente, como hoy, dejan funcionando el del medio. Una particularidad que siempre me llamo la atención de este ascensor, es que por el mismo ducto suben y bajan dos ascensores distintos. Diariamente, al menos una vez al día, se abre las puertas y el ascensor que se encuentra frente a mis ojos no es el que debería. Este otro ascensor, tiene, en lugar de sus relucientes paredes metálicas, tres grandes tablones de madera bastante sucios que van hasta el techo mismo. El piso, en lugar de tener loza, tiene el aspecto de haber tenido una vieja alfombra levantada a los tirones sin mucho cuidado. Las luces del ascensor, incluso, titilan constantemente. De hecho, dos de los cinco focos de luces, directamente no funcionan. Habitualmente, nunca viaja nadie en el ascensor de servicio. La primera que lo vez dude en tomarlo o no. Pero finalmente desistí y desde entonces, se me ha presentado con frecuencia. En todos los casos, sin embargo, volví a decidir esperar el próximo.
2.
Un llamado me arranca de la monotonía que me envolvía casi en un transe hipnótico.
Del otro lado se escucha una voz, entre cortada. No puedo entenderla por más que hago el esfuerzo. Finalmente ser corta la comunicación. Cuando veo la hora me doy cuenta de que es hora de marcharme. Otro día de trabajo cumplido. No recuerdo haber atendido ninguna asistencia siquiera. Los días se me escurren entre los dedos de la mano como la arena de un viejo reloj. Junto mis cosas. Y me dirijo al lobby del piso 6. Llamo al ascensor. Piso 13. Bajando. Como siempre. Se abren las puertas y allí esta. Mi viejo amigo, el ascensor de servicio. Con sus luces defectuosas, prendiéndose y apagándose. Espero a que las puertas se cierren, para volver a llamarlo y tengo la sensación de que se niega a marcharse sin mí. Al cabo de unos instantes, que parecieron eternos, el ascensor de servicio finalmente parece entender mi indirecta silenciosa. Cierra sus puertas y se marcha.
Exactamente una hora mas tarde, estoy en mi casa. Cuando llego, la casa estaba vacía. Ni Abril, ni los chicos están allí. Están si, los restos de su presencia. Platos sucios, ropa tirada. Las camas deshechas. Una imagen que lejos de molestarme, me llena por dentro. Como cada mañana, con toda la dedicación y paciencia del mundo, me dedico a poner la casa en orden. Un hábito que me quedo luego de meses de estar sin trabajar. Abril jamás me había reclamado nada, pero yo sentía que era lo menos que podía hacer para compensar el ser un lastre para ella.
Dos horas después, todo esta en orden y todo sigue igual. Me siento frente a la computadora y, como todos los días, intento escribir. Avanzar con la novela. El problema no es escribir. El problema era la cohesión entre lo escrito un día y lo que escribo al día siguiente. Estoy atrapado en un círculo infernal de las primeras 15, 20 páginas. Escribo. Las releo y las odio. Entonces las tiro y vuelvo a empezar de nuevo. 15, 20 páginas más. Un nuevo comienzo. El mismo final.
Luego de varias horas del inútil e impiadoso ejercicio infernal, me vencía el sueño. Para entonces, solo faltaban unas horas para que volvieran Abril y los chicos. ¡Dios, pareciera que no los veo desde hace tanto! Tengo que mantenerme despierto. Pero estoy tan cansado. ¿Pero si me recuesto y me quedo dormido? Solo una hora. Dos como mucho. Cuando llegue Abril me levanto. Tenemos que hablar. Quiero abrazarla. Ver a los chicos. Tal vez podríamos cenar todos juntos. Solo un rato nada más. Solo un poco, para descansar los ojos. Estoy tan cansado. No puedo entender porque. Me recuesto y me quedo dormido. El mundo a mi alrededor avanza impiadoso, ignorándome por completo.
3.
Los días que pasaron se volvieron tan parecidos entre si me es difícil distinguirlos unos de otros. Un llamado me despierta. Atiendo y una voz entre cortada, lejana, intenta decirme algo. No puedo entender que. Se corta la comunicación. Veo la hora y descubro que es la hora de irme. Junto mis cosas para irme.
No tengo prisa alguna por volver a casa. No hay nadie allí. Ya no esta mi mujer en la cama cuando me levanto todos los días a las 02:20. No se que paso. Simplemente dejo de estar allí. Cuando vuelvo a casa, no hay rastros de ella. Tampoco hay rastro de los chicos. No hay rastros de vida alguna en ese lugar al que llamo casa. Ni siquiera de mí.
Llego al lobby y llamo al ascensor. Piso 13. Bajando. Cuando finalmente llega, no podía ser otro que el ascensor de servicio. Es tan apropiado que me arranca una sonrisa. Estoy demasiado cansado como para seguir discutiendo con mi destino. Soy como un cascaron vació. Un muñeco sin rumbo que es llevado, sin remedio, atrapado en la corriente. Un suicida que se entrego, voluntariamente, a este sonámbulo sueño complaciente y mediocre sin pies ni cabeza. Hasta que finalmente, como las olas que van curtiendo la costa de una playa. Me fui borrando, poco a poco.
Al entrar en el ascensor noto que este no tiene botones. No los necesito, en verdad. Sabe bien a donde voy. Suspiro entregado mientras sus puertas metálicas me abrazan y me llevan. Bajando.
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